El humo del cigarro se elevaba en suaves volutas, mientras lo observaba. El gris claro primero empezaba en una columna, luego se abría poco a poco en espirales lentas e imposibles esfumándose, y después se perdía volviéndose nada.
Apoyé el codo en la barandilla del balcón, me miraba la casi colilla entre los dedos y el puño blanco abierto de la camisa del mismo color; la otra mano notaba el tacto áspero del hierro del filo de la baranda.
Realmente no pensaba en nada, no me diferenciaba demasiado del humo en aquel momento.
Me sentía completa, si no es tentar mucho a la suerte decir esa palabra, y me sentía tranquila.
Hacía calor, la tela se me pegaba al cuerpo. Llevaba un colgante de cuero trenzado marrón crema que estaba ardiendo. La esfera del relog que nunca me ponía también me ardía en la muñeca, junto con el pulso. No era mío, lo había cogido prestado a la mujer que se hallaba en la habitación, detrás de mí. Habíamos hecho el amor, por eso me latían con fuerza las venas, lo que también me daba una inexplicable tranquilidad, una paz que se unía a la paz incomparable que le ofrecían a mi vista las dunas del Sahára a lo lejos, y más cerca, los tejados bajos de las casa del pueblo donde estábamos.
Allí no existía el tiempo. Yo odiaba el tiempo. Por eso nunca llevaba relog, desde hacía muchos años, desde que me dí cuenta de ello. Cuando querías que pasara rápido te dabas cuenta de lo eterno que era, cuando deseabas con todas tus fuerzas que se detuviera él sólo te mostraba su infame fugacidad.
Habían pasado años hasta que las dos nos habíamos vuelto a encontrar, en los extraños misterios de aquellas calles, y del destino.
Me dí la vuelta de cara a Cris y le sonreí. Estaba desnuda tumbada de lado en la cama, mirándome.
- ¿Porqué te has puesto mi relog?
La miré fijamente.
- Porque quiero darme cuenta de todos los segundos que estoy a tu lado, para no dejar de estar contigo ni uno solo más en toda mi vida.